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Plog es el registro de un viaje de aventuras mentales. Acá no hay nada importante, es solo una colección de ideas, pensamientos y experimentos que surgen de la exploración, la meditación y un poco de ganas de cuestionar todo.

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© 2024 Paula Licausi

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historias cortas

Idealización

No era tan malo volver de trabajar porque sabía que al llegar iba a escuchar al vecino de arriba. Mi pequeño departamento en el piso nueve, con pocos muebles y lleno de soledad no era tan terrible gracias a esa criatura casi mitológica que vivía en el piso siguiente.

A veces me tiraba en la cama por las noches, porque sabía que la suya coincidía con la mía, y me imaginaba lo que estaría haciendo mientras escuchaba sus eternas bandas sonoras de películas de culto. Probablemente estaba leyendo un libro o, incluso, escribiendo uno. O quizás era pintor y se pasaba sus noches retratando paisajes que sólo pocos han tenido el gusto de conocer. Una vez se me ocurrió que también podía ser taxidermista, a mí me parecía un hobby un poco excéntrico pero seguramente para él era algo normal.

Mi casa era chica, muy chica. Tenía tres habitaciones si contamos el baño. Como mucho habré tenido tres o cuatro muebles, en aquella época aún era joven y mi sueldo apenas me daba para pagar los impuestos. Mi trabajo era bastante horrible pero me motivaba sabiendo que al volver iba a escuchar El Danubio Azul durante horas y fantasear con aquél espécimen que me tenía en un estado de obnubilación. De hecho, era tal mi obsesión que no recuerdo que otra actividad o relaciones tenía en esos tiempos.

Su casa, al pertenecer al mismo edificio, tenía las mismas dimensiones y distribución. Sin embargo, él había bajado una pared para hacer un gran monoambiente y poder expresar su arte en todos lados sin perderla de vista. Su piso era de una madera oscura bien pulida en la cual no se podía caminar con zapatos. Yo creo que ni con medias. Era un fanático de la limpieza y de la música clásica. Ni una partícula de polvo volaba por ese lugar. Su biblioteca era gigante, ocupaba una de las paredes principales, llena de miles de libros de todo tipo. No tenía televisión ni electrodomésticos muy modernos. Sólo estaban él y su mundo.

Por las mañanas, escuchaba como prendía la hornalla y ponía a calentar la pava. Después, muy sutilmente escuchaba como filtraba en café a mano. Me daba cuenta porque yo dejaba la ventana abierta a las siete y cinco para que entre ese característico olor a café importado. Aproximadamente a las ocho, se iba. Yo cumplía horario de nueve a seis así que lamentablemente me perdía esas horas. Pero desde las siete él estaba ahí. Por momentos, escuchaba golpes. Estaban por todos lados, incluido mi techo. Me pregunté si era un mensaje que me enviaba. Si se imaginaba que yo estaba ahí abajo suyo, escuchando cada movimiento, cada aroma que emanaba su guarida, cada sonido. Me pregunté si él también me espiaba.

Sabía que era hombre porque cuando lo escuchaba irse por las mañanas, me acercaba sigilosamente a su puerta y olía su perfume tan característico. Nunca llegué a verlo, pero no lo necesitaba. Ese olor a colonia de abuelo le daba su toque personal.

Recuerdo como si fuera ayer la última noche de su existencia. Hacía varios meses que venía planeando nuestro épico encuentro. Me puse mi mejor conjunto, mi mejor desodorante porque perfume no tenía y me lavé la cara. Preparé unas galletas de chocolate y jengibre, que sabía que un alma sofisticada como la suya iba a apreciar. Inhale, exhalé. Abrí la puerta de mi casa y subí las escaleras procurando no hacer ni un sonido para que no se pudiera anticipar.

Me paré en la puerta de su departamento. No podía parar de imaginar como sería su hermosa cara, sus ropas, su mirada profunda. Levanté la mano para tocar la puerta pero no pude. En vez, me quedé unos minutos reflexionando. Mientras, escuchaba sus golpes en el piso, quizás él no sabía que yo no estaba allí, que estaba a tan sólo metros suyo. Inhalé, exhalé.

Toque una, dos, tres veces. Nadie salía, pero seguía oyendo todo lo que pasaba ahí dentro. Toqué más fuerte. Abrió una señora.

La miré con cierto desconcierto. Supuse que era la madre que habría venido de visitas. Antes de hablar examiné de lejos todo su hogar. Inevitablemente mi mirada se detuvo en un rincón, donde en un sofá antiguo y sucio, estaba sentado un señor de unos setenta años, golpeando con un bastón el piso y el televisor porque al parecer así lo hacía andar.

La humedad, el olor a colonia barata y los muebles casi podridos eran ese lugar. Mi expresión fue de asco, no creo que hayan entendido nada de lo que sucedió. Y dudo que recuerden ese suceso. Le dejé las galletas a la señora, me di media vuelta y nunca más volví a enamorarme.