Plog es el registro de un viaje de aventuras mentales. Acá no hay nada importante, es solo una colección de ideas, pensamientos y experimentos que surgen de la exploración, la meditación y un poco de ganas de cuestionar todo.
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Hace un tiempo me había propuesto a modo de ejercicio introspectivo el escribir más sobre mi vida cotidiana y mis viajes con una mirada anecdótica -y quizás un poco poética- como método de supervivencia a la inmediatez y sobrecarga informativa que me producen las redes sociales (y el mundo en general) como herramientas de documentación. Y no es que no aprecie el valor de las mismas en muchos aspectos, sin embargo, el tiempo dedicado al procesamiento y reflexión de las experiencias vividas en este mundo tan caótico y veloz, me dejan una sensación similar a la de nadar en las profundidades; ya sea de una piscina o en el mar abierto, esos instantes en que nos sumergimos y dejamos todo en manos del óxigeno disponible en nuestro organismo, es un momento tan especial como aterrador, un momento de encuentro minuciosamente balanceado entre la inmensidad y la soledad.
Por esto mismo, y aprovechando que aún estoy empapada (y con jet lag) de la última aventura, hoy abro conmigo misma este diálogo. Hace tan solo unas horas que llegué a mi casa luego de 48 horas de viaje, que incluyeron 27 arriba de aviones, pero aún sigo saboreando Vietnam. No voy a caer en el cliché de que este viaje me cambió la vida, aunque sí, este viaje, como todos los viajes que hice y que voy a hacer, me cambió la vida. El punto para tener un análisis más trascendente de esto, desde mi perspectiva y lo que a mí me funciona, es entender dos cosas: por un lado, el propósito del viaje sin caer en un romanticismo inocente y superficial, y por el otro, qué herramientas y aprendizajes me quedan para trabajar en ellas y así cambiar efectivamente mi vida.
Antes de ir con las respuestas de mis propias preguntas, voy a contextualizar un poco. Este viaje surgió de forma totalmente espontánea, cuando luego de dos años sin tomarnos vacaciones con mi pareja, encontramos vía Instagram (por estas cosas sí doy gracias a las redes sociales) a @amarnamiller y @on.ecstasy que organizaban este viaje grupal de antropología y trekking a las montañas Sa Pa con una gran calidez humana y profesionalismo absoluto. Hubo varias cosas que nos resonaron e hicieron que nos decidamos bastante rápido a hacerlo: como cosa obvia, el trekking y las montañas, luego el enfoque etnográfico y la posibilidad de hacer un tipo de turismo más consciente y por último, y con énfasis, que esté previamente organizado, así solo nos quedaría comprar los boletos de avión y definir algunos detalles. Este punto no es azaroso ni inocente, ya que después de pasar casi un año viajando indefinidamente y haciendo un tipo de turismo muy agotador, la batería organizativa de viajes había quedado al mínimo y era algo que nos estaba haciendo postergar las vacaciones.
Dicho esto, voy a pasar a reflexionar sobre la primer cuestión: el propósito del viaje. Este es un concepto de introspección que incorporé a mi vida hace relativamente poco y no considero que sea una pregunta obligatoria a responder en todos los casos ni para todas las personas, pero me ha ayudado a conocerme mejor y, por consiguiente, entender con más profundidad el contexto en dónde me estoy moviendo. La subjetividad nos la llevamos a todos lados, nos guste o no, y las realidades que conocemos, no son más que un reflejo de lo que nuestros sentidos captan y lo que nuestra mente interpreta. Por eso, para mí, encontrar el propósito del viaje es clave para hacer mi experiencia más enriquecedora y tomar decisiones de forma más consciente. Como ejemplo, hacerme esta pregunta previa a la planificación de un viaje me ayudar a definir si el tipo de viaje que voy a hacer se alinea conmigo y mis valores. Retomando un poco el tema de la sobreinformación, muchas veces he sentido que ciertos viajes o actividades han caído más en un simple consumo o FOMO que en una experiencia vívida e íntegra y si hay algo de lo que me agarro fuerte es de la resistencia a vivir una vida que sea un copy paste de una recopilación de información tomada de Internet y no de mí deseo.
Entonces, cuando hablo de propósito, no me refiero a un objetivo alcanzable o expectativas a cumplir. Es el enfoque, el espíritu que me guía durante esos días. En el caso de este viaje, digamos que sentí el llamado de la naturaleza y la simpleza. Paso, exagerando un poco, el 90% de mi tiempo de vigilia delante de una computadora o mirando fotografías de bosques y playas en el celular, aunque sé que nada de eso me podrá dar jamás la felicidad genuina que me da sentir el latido de mi corazón danzando al ritmo de una cuesta o el calor del sol en mi cara que se asoma por momentos intentando salir de la niebla. La naturaleza no es algo hacia donde se va, la naturaleza es lo que somos.
Creo que, en lo más profundo, este era mi propósito en esta ocasión, re conectar con lo que soy y lo que necesito como ser humana. Luz solar, comida casera y comunidad. Recordame también que la vida se puede vivir de muchas formas, que no existe un solo camino hacia el mismo lugar y, por sobre todo, que el mundo es más grande -y más chico- de lo que me parece cuando estoy en el nido.
Estaba muy expectante del inicio este viaje desde que lo reservé. Días previos a salir, llegué a desear, incluso, estar en el aeropuerto pasando por seguridad, mostrando mi pasaporte en migraciones y tomandome un café de fast food mientras veo los aviones despegar esperando mi vuelo, todo como parte de la aventura. Eso hizo que sea más emocionante, aunque no es noticia que las expectativas a veces duelen.
Con mis fantasías cumplidas y luego de muchas horas de viaje, por fin llegamos a Hanoi, la capital de Vietnam. Inmediatamente luego de hacer check-in por el hotel nos fuimos a hacer lo que más nos gusta: caminar sin rumbo y sentir el espíritu de la ciudad. Cada vez que llego a algún lugar nuevo me gusta hacer eso, explorar, ver la gente, escuchar los sonidos, impregnarme del estar ahí, hacerme parte del paisaje.
Los días en Hanoi transcurrieron de forma muy turística (con una media de 25k pasos por día andando por parques, museos, cafés, lagos…) y un poco agotadores porque sentía que la enfermedad me acechaba👻, pero no le di importancia, pues estaba feliz y despreocupada. Durante nuestra estadía, tuvimos el honor de presenciar el año nuevo lunar en el lago Hoàn Kiếm con un increíble show de fuegos artificiales. Una multitud se había reúnido allí a esperar pacíficamente la medianoche para celebrar y observar las luces, fue muy especial.
Al llegar el día en que nos encontramos con el grupo para hacer nuestro recorrido por Sa Pa, me cayó todo de golpe. Faltaba menos de un día para salir en autobús nocturno al inicio de la aventura y esa misma mañana me desperté sin voz, con dolor de garganta y el cuerpo que me decía a gritos que me quedase en la cama.
Acá empezó el primer desafío del viaje. Siendo una persona hipocondríaca en recuperación, caer “enferma” en un país lejano es el caldo de cultivo perfecto para mis mejores novelas mentales, así desde temprano los pensamientos rápidamente migraron a situaciones hipotéticas y caóticas que poco ayudaron a la recuperación.
En parte siento que fue algo necesario en mi camino. Aprender, de alguna forma, a transitar la enfermedad como parte de la existencia misma y hacerla parte de las circunstancias y no una circunstancia en sí. Esto me llevó a cuestionarme ciertos valores y a ser más amorosa conmigo misma. Hacía varios años que no tomaba analgésicos de ningún tipo, soy bastante reacia a ingerir medicamentos en general, pero en aquel momento tuve que elegir entre el sufrimiento de caminar 15km por día con malestar general o tomar una pastilla y sobrellevarlo.
(aclaración para cuestionamientos acerca de la prudencia de mi decisión: no fue algo grave y evalué muy minuciosamente la posibilidad de no hacerlo en pos de mi salud, pero algo que le cuesta entender a mucha gente que no sabe lo que es vivir con este tipo de pensamientos intrusivos es que, nunca vamos a ser incautxs con nuestra salud, lo difícil es animarse a hacer, porque el verdadero mal es la parálisis que te produce tu propia mente y no la supuesta enfermedad)
A medida que los días pasaban, mientras me iba compenetrando cada vez más con el ambiente, el aire fresco, los animales, la compañía, los paisajes, todo fue cediendo poco a poco. Con un poco de ayuda de los analgésicos como paliativos, la verdadera cura residió en el entorno. Y de pronto, el malestar habia desaparecido. A veces lo único que necesitamos es un poco de autocompasión y paciencia. Por sobre todas las cosas, lo que me quedó grabado en esta ocasión es aprender a ser flexible y adaptable, los valores sin cuidados son dogmas.
Ahora es solo un vago recuerdo, si hago un esfuerzo por recordar mis días por las montañas me cuesta mucho pensar en el malestar. Solo puedo rememorar fuertemente esa sensación de inmensidad, de plenitud, que me acechaba constantemente y que los paisajes me recordaban en cada vistazo. Lo que más me gusta de hacer trekking es que es un momento sumamente introspectivo, me agrada la idea de pensarlo como una meditación, una conexión totalmente natural con nuestro propio ser que aparentemente fue olvidada por consecuencia de los vestigios de la vida moderna.
En distintas ocasiones he tenido la conversación acerca de lo que más me gustó de este viaje. No es un momento o un lugar; es una sensación, un instante de éxtasis total en donde no importa más nada que el momento presente y la gracia de estar viva. Es ese momentos, cuando vas caminando con la mente completamente concentrada en cada paso, mirando tus zapatos y pensando que cada vez falta menos y de pronto, sin analizarlo mucho, levantas la mirada y ves el paisaje a tu alrededor, el motivo por el cual llegaste hasta ahí, el motivo por el cual estar vivo en este mundo es un regalo del cielo y todos los dioses. Esa plenitud es lo que más me gusta.
Por supuesto que no todo fue trekking y momentos de revelaciones existenciales. Si bien el viaje por las montañas se centro en el senderismo, hubo mucha diversión también. Almuerzos y cenas con mucho arroz, rollitos vietnamitas y espinacas hervidas, charlas interminables por las noches, karaokes, prácticas de yoga, compras y regateos en los mercados y mucho aprendizaje e intercambio cultural con las distintas monorías étnicas que fuimos conociendo en el camino.
No obstante, destaco tres momentos que tengo sumamente presentes. El primero fue un funeral Black Hmong que nos cruzamos por pura casualidad. Íbamos sumidxs en el ardor de piernas y el sudor cuando divisamos un grupo de personas con botellas de plástico en la mano y pequeños vasitos que nos comenzaron a incitar a beber vino de arroz con ellxs. Ante la invitación de su parte y la sed de curiosidad de la nuestra, nos aventuramos al funeral. Sobre una terraza de arroz sucedían varias cosas: en un rincón, sonaba música hecha con instrumentos propios y gente bailaba a su alrededor. En otro, faenaban un buey y cocinaban su carne. En todos lados, circulaban botellas de plásticos reutilizadas y rellenadas con un vino de arroz -que parecía transgredir las leyes de la física por su infinidad- en un juego que consistía en elegir a una persona, tomar un chupito y luego cederle la botella con el vasito para que proceda a hacer lo mismo con una nueva víctima. Claro que entramos en eso, lo que sí, nunca supimos a quién estábamos velando o dónde estaba el cuerpo.
El segundo recuerdo, fue una noche en el homestay de una familia Tay. Todo transcurría como una cena normal, con mucha comida deliciosa y un clima hermoso. Lxs hispanohablantes estábamos en una mesa y lxs vietnamitas, incluídos nuestro guía local Hung, estaban en otra, comiendo y bebiendo vino de arroz. Para ellxs, esas fechas eran muy especiales, ya que las celebraciones del año nuevo lunar duran unos cuantos días, y es momento de encuentro con familia y amigos. Potenciadxs por la luna y ante la degustación exhaustiva de un nuevo tipo de vino de arroz macerado con ciruelas, compartimos una velada en la cual el idioma quedó en un segundo plano y nos uniero las ganas de divertirnos.
Mientras bailábamos alguna música pop luego de unos cuantos brindis en vietnamita (một hai ba, dô!), nos preguntaron si queríamos jugar a un juego de beber. Obvio que sí. Y como si estuviérmamos en una película de sectas y rituales raros, comenzaron a preparar una gran fogata en el medio del patio y nos hicieron hacer una ronda a su alrededor. La música occidental paró y comenzaron a sonar unos hitazos vietnamita que hicieron temblar a Britney. Nos dieron las instrucciones del juego (al escuchar one nos teníamos que agachar y ante el two pararnos) y luego se escuchó un “are you ready?” y el resto es anécdota.
El tercero, fue algo muy simple y simbólico. Un día, fuimos al festival Gau Tao, una celebración de los HMong por el año nuevo lunar para redirle tributo a las deidades y así pedirles salud, felicidad, prosperidad y fertilidad, en donde la tradición es ir a jugar distintos juegos, comer en los puestos y presenciar distintos shows de música y baile. Una vez allí, participamos de distintos juegos que consistían en trepar por cañas de bambú, agarrar patos con los ojos cerrados y tirar dardos a globos. Con este me obsesioné porque uno de los premios era un gran peluche de Totoro que estaba obstinada a llevarme a casa. Por causa del destino y del viento, no lo logré y me llevé muchos peluchitos con forma de ratón de consuelo. Ese día me fui sin Totoro, pero fue muy divertido y especial, sobre todo cuando la prensa comenzó a entrevistar y fotografiar a algunas personas del grupo para el diario local.
Los días pasaron y Totoro ya era historia en mi vida. Había llegado el último día del recorrido por Sa Pa y se dio espontáneamente la posibilidad de ir a otro festival sobre el fin de los festejos del TET y el retorno a actividades. Una vez más, con juegos y shows. Una vez más, fuimos parte de las noticias aunque esta vez perdimos -y nos humillaron- en el juego de la soga. Entonces, ocurrió la magia; antes de irnos un grupo de niñas se acercaron tímidamente a pedirnos fotos y una me dejó en la mano un regalo. Un llavero de Totoro. De alguna forma mística que no logro ni me interesa entender, mi deseo se hizo realidad pero de una forma mucho más hermosa de la que había pensado. Ahora, no solo gané a Totoro, tengo un amuleto cargado de los mejores recuerdos🪬
Toda esta aventura estuvo potenciada por el grupo precioso y diverso con el que, casualmente o por obra del destino, me tocó viaja e hizo que todo sea más fácil y feliz. Además de las personas con las que hice e trekking por Sa Pa (que definitivamente tienen un lugar en mi corazón), todas las que me he cruzado desde que me baje del avión hasta que volví a subir fueron increíblemente hospitalarias y amables.
Los últimos días fueron similares a los primeros pero en el sur del país, en Ho Chi Minh. Una ciudad agobiante, calurosa y electrizante. La temperatura era mucho más alta y, a pesar de estar en un supuesto invierno, alcanzaba los 38ºC. Nada de eso nos impidió hacer nuestras maratones citadinas de caminatas interminables por la ciudad, aunque en esta ocasión el helado, los tés fríos y los refugios con aire acondicionado fueron nuestros mejores aliados.
Hay algo que me atrae mucho de esos países que a simple vista parecen caóticos y desorganizados. Es como si la experiencia individual se congelara en el tiempo y, mientras los miles de autos y motos circulan en cantidades incontables produciendo todo tipo de sonidos y elevando la temperatura, una se puede sentar ahí en la vereda como si no ocupara espacio físico, a disfrutar de un cafecito y, en ese momento, todo lo que te podría resultar molesto en otro contexto, se vuelve insignificante y mundano. Eso lo veo reflejado en la población, no veo un caos producto del estrés y el frenesí capitalista, -desde mi perspectiva de turista occidental- veo una gran coreografía improvisada por gente que tiene en claro cuándo y dónde detenerse. Por supuesto, esto es una mera observación lírica e idealizada.
Por último y no menos importante, no puedo dejar de mencionar el café. Ese estimulante líquido, en Vietnam es un elixir capaz de tomar la forma deseada. Debo confesar que es mi preferido hasta el momento (lo siento Brasil), no unicamente por sus tipos y los sabores del café negro, sino también por las formas de preparación que desbordan de creatividad. Entre mis favoritos está el café de huevo (Cafe Trứng), el café con leche condensada (es más común que con leche normal) y el café con crema salada. No miento si digo que me traje un bolso extra con bolsas de café y cafeteras.
Hay muchas más cosas que me gustaría poder narrar, no obstante pertenecen a su tiempo y lugar de origen, a la experiencia pura y no encuentro un lenguaje que pueda traducir eso.
No me atrae mucho la idea de hablar de “aprendizajes” de un viaje. Si bien es algo que yo misma planteé al comienzo de este escrito, se me hace un concepto un poco forzado. Solo puedo decir que entre que escribí las primeras palabras hasta ahora, ya no soy la misma persona, o ¿acaso en algún momento somos la misma persona que antes?
Pero… en cuanto hay pensamiento crítico y análisis de la situación, inevitablemente hay algo que aprender. Para mí, eso te lo da el contacto humano. Viajar con otres, compartir el camino, es lo que nos enriquece el alma. En la soledad de la mente las ideas van y vienen como ecos que van creando poco a poco una cajita musical que solo puede tocar una canción. Cuando nos abrimos a un espacio común y dejamos que otros seres interrumpan ese eco que no para nunca, nos damos la posibilidad de comprender un poco más la experiencia de estar en este mundo que no tiene certezas ni verdades y, a su vez, nos apoyamos mutuamente para hacer ese existir un poco más trascendente y leve para todes.