Lo miro desde mi asiento de adelante. Voy viajando con mi tranquilidad habitual, es un largo camino y la noche recién comienza. Para combatir mi tan característico insomnio me dedico a mirar por la ventana. Por lo general no hay mucho para ver, siempre es lo mismo con algunas variaciones: árboles, cercos, animales de granja y las estrellas. Pero hoy hay algo distinto.
Lo miro de nuevo, está inmóvil. Me pregunto qué estará pensando. Me pregunto si piensa. Intento volver a concentrarme en el paisaje del exterior.
Después de un rato, creyendo que lo había olvidado, lo vuelvo a ver. Sigue ahí, inmóvil, con la mirada perdida. Creo percibir un leve movimiento pero supongo que es sólo mi imaginación.
Me estoy empezando a impacientar, aunque no suelo hacerlo, ni tampoco soy alguien que observe demasiado. Al contrario, pocas cosas me llaman la atención, ni siquiera las que deberían.
Mi vida siempre fue monótona. Soy un ser sin infancia, desde que tengo memoria viajo de noche en colectivos por trabajo. De hecho, soy una persona nocturna, poco recuerdo cómo es la luz del sol.
Sigo mirando y esta vez no puedo correr la mirada. Tendrá no menos de cuarenta años, una nariz pronunciada, algunas marcas en la piel que se diluyen entre lo que podrían ser arrugas o cicatrices y unos ojos grandes con una mirada extraviada. Deseo saber qué piensa. Quién es. No logro distinguir qué viste, tampoco cómo es su cabello porque su imagen se pierde en la oscuridad.
Lo único que puedo visualizar es su silueta. Sus líneas grisáceas que enmarcan sus facciones contorneándose sobre el tenue resplandor que se asoma por la ventada. Por momentos se le cierran los parpados. Lo noto porque el brillo de sus ojos desaparece. Y al rato vuelve a aparecer.
Durante un rato repite esa misma acción. La última vez que los abre algo cambia. Sus pupilas, a diferencia de su cuerpo, comienzan a moverse. Su mirada se detiene en mí. Sé que me mira. Lo sé porque puedo ver mi propio reflejo en mi ventana. Sé que me estoy exponiendo, así que cierro mi cortina, pero hasta la mitad así puedo seguir examinándolo.
Ya no se trata de un mero interés morboso por lo desconocido. Ahora tengo miedo y me mantengo alerta. No tengo en claro a qué me estoy enfrentando pero no voy a correr riesgos. Todo el colectivo tiene las luces apagadas y en su mayoría las ventanas cerradas. No se escuchan los habituales susurros molestos de la noche ni los incandescentes teléfonos. Tampoco es un viaje muy concurrido, por lo cual debo preocuparme porque las potenciales víctimas somos pocas.
A pesar del temor que me inspira, su imagen contiene una alta armonía. Es un juego de sombras, el equilibrio justo entre luz y oscuridad. Sus rasgos, de alma vieja, encajan perfectamente en esas tonalidades y líneas que los delimitan. No obstante, no debo dejarme llevar. No debo permitir que su belleza nociva me cautive. Debo ser fuerte.
Lo vigilé casi toda la noche sin pegar un ojo. A la mitad pasó lo peor que podía pasarme. Fue un instante, que casi ni noté, en el cual me dormí. No pude inferir cuánto tiempo pasó pero recién, al despertar, noté una aberración. La oscuridad reina ahora. Se perdió todo ese misticismo romántico de ese retrato de las sombras de aquel hombre. No veo nada pero deduzco una sola cosa: corrió su cortina.
Me duermo nuevamente. Esta vez con la ventana abierta de par en par.
El sol resplandeciente del amanecer me despierta. Al principio siento un suave calor que acaricia mi cara, es una sensación agradable, pero pronto recuerdo mi preocupación. Sin percatarme de lo que estoy haciendo, me doy vuelta bruscamente en busca del asiento trasero. No hay nadie. Me paro con desesperación y busco por todo el colectivo. No hay nadie. Sólo somos mi soledad y yo.
Vuelvo a mi asiento. Me recuesto para poder relajarme un poco y hacerle entender a mi cabeza que simplemente estoy perdiendo la compostura. De a poco me voy tranquilizando, mi cuerpo se destensa, mi sangre deja de fluir con tanta velocidad, mi piel vuelve a su color habitual, mi mente regresa a pensamientos banales, todo va de a poco encaminándose. Cuando, sin esperarlo, lo veo. A plena luz del día, veo su reflejo. No es posible.
Pero tantas cosas no son posibles y, a pesar de ello, pasan. Que tal imagen se refleje en frente mío sin ninguna explicación lógica y empírica me da a entender una sola cosa. Y como no soy para nada entusiasta de las supersticiones ni del ocultismo, no me cuesta admitir que quizás la respuesta es más simple de lo que pensaba: estoy enloqueciendo o simplemente tengo algún desorden mental. No lo considero grave.
Por fin en destino y con la cabeza más aclarada, decido ir al baño para lavarme un poco la cara que percibe que no dormí. Cuando estoy entrando siento una presencia extraña, sigo caminando y noto que alguien camina a mi lado siguiendo mi ritmo. No me atrevo a mirar fijamente pero mi ángulo de percepción identifica esos rasgos, nariz pronunciada, marcas en la piel avejentada, ojos considerables.
Suspirando, con los pensamientos extenuados, me arriesgo, giro mi cuerpo para enfrentarlo de una vez por todas. Y ahí está, el espejo más pulcro que había visto en toda mi invariable vida y, nuevamente, mi soledad.
Créditos: Foto de portada propia.