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Plog es el registro de un viaje de aventuras mentales. Acá no hay nada importante, es solo una colección de ideas, pensamientos y experimentos que surgen de la exploración, la meditación y un poco de ganas de cuestionar todo.

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© 2025 Paula Licausi

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La vida después del código  

Por muchos años vi la programación y el trabajo en tecnología como una utopía personal. Verme, a mi misma, rodeada de pantallas, escribiendo código y exprimiendo cada neurona en mi cerebro para crear una feature que funcionen no solo correctamente sino que sea una despliegue de mis habilidades adquiridas gracias a mi experiencia, era imaginarme en un sueño hecho realidad. Parece meme, pero es anécdota. 

Muy paulatinamente el ritmo ensordecedor del ámbito del software y el home office me fueron aislando social y emocionalmente del resto del mundo. Lo que al principio era idealización y confort, se transformó en disociación y ansiedad. El privilegio de pasar todo el día en casa, en pijamas, manejando mis propios horarios, comidas, temperatura y básicamente cada aspecto de mi rutina terminó colaborando a que la salida al mundo exterior sea más complicada. De repente, no estar en un ambiente controlado para mi comodidad o tener que entablar relaciones reales con otros seres humanos eran desafíos imprevistos. Esto no quiere decir que el trabajo remoto o el mundo IT sean los malos de la película per se, aunque, digamos por ahora, que contribuyen significativamente a la trama.

Toda esta desazón me llevó, en un largo y doloroso proceso, a ser consciente de la ruptura que había entre mi estilo de vida y la naturaleza. Y acá voy a hacer un descargo de responsabilidad, con naturaleza me refiero al estado más sustancial o menos artificial de las cosas, o sea con la mínima intervención posible. Descubrir esta escisión me llenó de cuestionamientos internos respecto a cuestiones existenciales y, en particular, a re pensar por qué querría vivir una vida sentada delante de una pantalla colaborando a que algunas personas que ya tienen de sobra se hagan aún más acaudaladas. Porque, siendo realistas, la mayoría de los trabajos en desarrollo web, y sobre todo los que se pagan bien, se enfocan en mantener negocios o empresas con las que mis valores individuales no encajan.

Gracias a esta vorágine existencial y otras cuestiones personales terminé renunciando a mí empleo como contractor para una empresa extranjera para iniciar un viaje con pasaje de ida de unos meses de duración. Así es como, en resumidas cuentas, llegué a Escocia a trabajar en una granja orgánica.  

Trabajar en una granja orgánica: ¿qué es WWOOF?

Para lograr esta aventura, de la cual también participó mi pareja (Nach), hubo meses previos de organización y planificación. Lo cual fue significativamente más sencillo gracias al lado bueno de Internet que me permitió conoce la plataforma WWOOF. Es un sitio web que funciona como nexo entre granjas orgánicas y personas que desean tener la experiencia de trabajar de forma voluntaria para promover prácticas ecológicas (para conocer más hacer click acá). Hacía un tiempo que la tenía en vista pero es necesario disponer de tiempo y recursos económicos para sustentarte mientras lo haces, porque si bien en la mayoría de los casos accedes a alojamiento y comidas gratis, llegar hasta el lugar y los gastos extras va por cuenta propia. Por lo que, es crucial contar con un resguardo.

Mi motivación principal para apuntarme a esta experiencia era sumergirme en un mundo completamente opuesto al que estaba acostumbrada y que me provea de ese contacto con la naturaleza que había perdido por mi previo estilo de vida. El formato de voluntariado, me servía porque no requiere un compromiso muy grande con un solo lugar y eso te da la oportunidad de poder conocer y aprender sin presiones.  

Sin dudas, otro gran motivador tenía que ver con mi crisis laboral. El agotamiento de trabajar con la computadora me dejó con incontables burn outs y necesitaba un cambio, literal, de aire. Lo positivo de pasar mucho tiempo delante de la pantalla fue que pude aprovechar ese tiempo para estudiar y planificar esta estadía. 

Pilares de Hércules

La granja que elegimos para nuestra primera experiencia, Pillars Of Hercules, está ubicada en la campiña escocesa, en el consejo de Fife. Funciona desde 1983 de forma privada y desde 2023 como parte de una compañía de granjas del estado. El predio no se utiliza solo para cultivar vegetales y frutas orgánicas destinadas a la venta, también cuenta con una tienda, un café vegetariano y un bothy (un simple y cómodo refugio para pasar las noches). Es un espacio que está en constante expansión y conexión a través de eventos, capacitaciones y actividades abiertas al publico. 

Lo que nos atrajo de este lugar en particular fue la sensación de comunidad que nos evocaba. Un concepto que por muchos momentos parece en desuso, particularmente en la vida de ciudad. Es algo que en la práctica pudimos corroborar al ver cómo el café y los jardines eran puntos de encuentro de familias o en la misma interacción entre todos los conocidos de la zona. 

En cuanto al intercambio, nos ofrecían una mesada de 70 libras semanales a cada uno, alojamiento, desayuno, almuerzo y algo de provisiones para las comidas restantes. Por nuestra parte, nos tocaría colaborar con todas las tareas de la granja, mayormente relacionadas con el cultivo y cosecha de vegetales y mantenimiento de la infraestructura.  

La llegada 

Llegar a la granja fue una aventura en sí. Para ello, volamos hasta Edimburgo y de allí tomamos un tren que nos llevó hasta la estación de tren de Markinch, desde donde nos fueron a buscar en auto. Durante el camino, conocimos a la otra WWOOFer, con quien pasaríamos mucho tiempo y compartiríamos muchas comidas, y a uno de los trabajadores de la granja. 

Desde que nos bajamos de la estación de tren, el clima cambió por completo. El silencio se hizo más presente y las zonas comerciales más escasas. En el trayecto por la ruta, de camino hacia la granja, el paisaje se volvió cada vez más verde y bosques y montañas comenzaron a aparecer en los alrededores. 

Al llegar, todo se sintió natural, como si no hubiese nada nuevo y ya estuviera familiarizada con aquel sitio. Lo primero que hicimos fue instalarnos en lo que sería nuestra pequeña madriguera por el siguiente mes, una cabañita digna de videojuego de supervivencia: llena de accesorios y detalles aleatorios y eclécticos, rústica, completamente compenetrada con los sonidos y olores de la naturaleza y, por supuesto, con una estufa salamandra que sería nuestra fuente de reniegue, calor y cosiness en nuestra estadía. 

Luego, procedimos a conocer el área común o staff room, básicamente una cocina y comedor con un sector de relax repleto de juegos de mesa, objetos y libros vintage. Para finalizar, hicimos un mini tour por el campo de la granja y nos fuimos aclimatando a su dinámica. Y, para que la experiencia de inmersión en la naturaleza sea aún más intensa, decidí desinstalar mis redes sociales por aquel mes.

Trabajábamos cinco días a la semana (de domingo a jueves) con dos días libres (viernes y sábado). En sí, los días laborales fueron todos muy similares y se apegaron a la misma rutina: 

  • 7:30 AM / Suena la alarma. Posponer 5 minutos y levantarse. 
  • 8:00 / Comienza la jornada. En general, el primer bloque de trabajo era dedicado a cosechar vegetales para ser entregados en los paquetes o vendidos al públicos.
  • 10:30 / Suena la primer campana. Hora del desayuno, nos encontramos todos en el staff room cuando los cafés ya llegaron. 
  • 11:00 / Volvemos a trabajar, comienza el trabajo más pesado. 
  • 13:00 / Segunda campana. Hora del almuerzo, sopa del dia. 
  • 15:30 / Termina la jornada para los WWOOFers pero para los empleados continúa hasta las 17hs

Durante los días libres aprovechamos a visitar ciudades y pueblos, hacer trekking por las montañas aledañas y a trabajar en nuestros proyectos personales. A continuación, voy a relatar cómo fue esta experiencia entre poesía y realidad semana a semana.  

Semana 1: Meditación 

El primer día de trabajo estaba emocionada porque había dormido alrededor de diez horas la noche anterior. El sentirme tan descansada me daba felicidad plena y energía para afrontar la jornada en el frío escocés (que más tarde descubriría que eso no era verdadero frío). Fue descubrir un mundo nuevo, casi como lo había imaginado, el mundo ideal de las granjas orgánicas. Nuestra primera tarea consistió en hacer weeding, es decir, quitar las hierbas perjudiciales de las plantaciones. Pasamos todo el día haciendo esto dentro de los politúneles (túneles de acero y recubierto de polietileno que sirve para plantar y hacer crecer vegetales, frutas y flores). 

A medida que fue transcurriendo la semana, el trabajo se fue intensificando y pasamos a hacer diversas tareas. Entre ellas, más deshierbe, plantación de hojas verdes y concluimos la semana paleando compost para crear nuevas camas de plantado y wood chip (pedazos pequeños de maderas que se usan alrededor de las camas para evitar que crezcan hierbas indeseadas, mejorar los nutrientes del suelo y protegerlo de posibles daños). Esta sí que fue una tarea dura y no voy a decir por acá cuánto budín, pasta de maní y barritas de proteína ingerí esos días. 

Al principio, me sentía levemente reacia a trabajar. Las primeras horas del día, a la intemperie y con las manos en la tierra fría, se pasaban lento y con el paso del tiempo el cuerpo me comenzaba a doler recordándome mi falta de costumbre a usarlo y las temperaturas incomodas. Pasar de estar todo el día, todos los días, sentada frente a una pantalla escribiendo código a trabajar la tierra usando mi cuerpo implicó, naturalmente, algunos cambios en mi rutina y, por supuesto, en mi mente. Para empezar, y creo que este es el punto esencial, comencé a experimentar el aburrimiento. Las horas del día dedicadas a quitar yuyos, cosechar puerros o palear compost daban la sensación de no pasar más. Trabajar con las manos, mirar las plantas, tocar la tierra, encender el fuego de la salamandra, cocinar y leer por las noches hacen que el ritmo frenético del mundo descienda y de repente, es como si el tiempo se hubiera enlentecido. En su momento, me sentí capaz de manipularlo, entendí que su velocidad depende de cómo lo experimento. En ese enlentecimiento es donde encontré la meditación.

Desde esta perspectiva, estar aburrida no me resultaba algo tan malo. Además, ahora comprendo que en verdad mi problema era estar tan habituada a la sobreestimulación que implica trabajar desde casa; básicamente es estar con el cuerpo inmóvil y la mente activa absorbiendo información de dos o más pantallas a la vez. Con esto me di cuenta que por más esfuerzo que pongamos en contrarrestar ese sedentarismo que trae la vida moderna yendo al gimnasio, clases de yoga o caminando 6k pasos diarios, no es suficiente. Tampoco digo que la vida en la granja sea la única solución, pero definitivamente la alternativa actual no es la solución ideal. 

El aburrimiento, con el paso de los días, se transformó en rutina y el tiempo se aceleró un poco. Aún así, este enfoque me concedió una nueva forma de descansar. Llegar al final con el cuerpo completamente devastado y la mente prácticamente intacta, ya que durante la jornada laboral casi nunca estaba el celular conmigo y en mi tiempo libre me dedicaba a los quehaceres, leer al lado de la salamandra y ocasionalmente a escribir, eran los precursores perfectos para que una vez que apoye mi cabeza en la almohada mi cerebro se apague completamente por al menos ocho horas. Ahora puedo decir, con orgullo, que he experimentado la famosa cura de sueño. 

Fue una semana de mayormente adaptación al entorno, el clima y el trabajo. Más no fue solo eso, también conocimos a los personajes con quienes compartiríamos nuestro próximo mes. No voy a entrar en detalles sobre cada persona individualmente, aunque voy a destacar lo importante que es la compañía y colaboración para este tipo de proyectos. Parece una obviedad, pero en este caso pude sentir un compromiso real para con el proyecto y una actitud auténtica de colaboración con el resto de las personas involucradas. 

Acá va una mención especial para mi personaje favorito, Sylvan. Un felino, aparentemente cruza entre un gato montés de Escocia y un gato doméstico, que tenía su hogar montado en la planta alta de la packhouse (espacio dedicado a la empaquetación de vegetales, punto de encuentro por las mañanas y juntadero de cosas útiles), en un rincón con su cucha y muchos paquetitos de comida para gato. El nombre, según se cuenta de origen escocés no francés, parecía no encajar con el enorme gato de 6.7kg que lejos de ser una fiera salvaje se trataba de un michi que lo primero que hacía al verme por las mañanas era acercarse a pedir franeleo y caricias ilimitadas.  

Semana 2: Reflexión 

Ya más adaptados al ritmo de trabajo, hicimos provecho de ello para hacer más planes y enfocarnos en tareas pendientes. Para este entonces, ya íbamos conociendo un poco mejor a las personas que nos rodeaban y, gracias a ello, comenzaron a aparecer actividades post laborales. Una noche (vale aclarar que la noche comienza alrededor de las 17hs) nos reunimos con comida a la canasta (donde aporté mis famosos brownies de porotos) a jugar juegos de mesa con algunos de los trabajadores de la granja. En otra ocasión, tuvimos el privilegio -gracias a la amabilidad de una compañera de presentarnos a su amiga, quien nos llevó y nos trajo- de asistir a una clase de Cèilidh dancing. Su nombre proviene del gaélico y significa “reunion” o “fiesta”, ya que se trata de reuniones sociales en donde se toca y baila ese tipo de música tradicional. En nuestro caso, asistimos a una clase para aprender el arte y los movimientos. Fue extremadamente divertido y agotador, mi corazón saltaba tanto como las risas que surgían en el medio de la pista al intentar lograr la danza y seguir al grupo, que en su mayoría se trataba de señoras (y algún señor o joven) con una vitalidad intacta. 

La diversión hizo que el tiempo se acelere un poquito más. Pero, a su vez, el ir conociendo más sobre el trabajo en la granja, comencé a adentrarme una reflexión más profunda sobre sus implicaciones. En principio, me pregunté si podría realizar este trabajo a largo plazo. La respuesta corta es que no, pero no porque no podría sino porque no querría. Esto no quiere decir que no quiero participar de la descentralización del mercado y de la producción de alimentos agroecológicos y sustentables, más bien se trata de mis aspiraciones personales y en dónde o qué quiero ocupar mi tiempo productivo. Más allá de mis proyectos personales, estar en contacto directo con nuestra fuente de energía me proveyó de una mirada más práctica a la hora de repensar en nuestra forma de vincularnos con la alimentación y el consumo. Algunas preguntas que me surgieron (y me surgen) son: ¿Cómo funcionaría un sistema productivo enfocado en la descentralización y la producción sustentable? ¿Es posible algo así dentro de la estructura del capitalismo? ¿Es el autocultivo por parte de todxs parte de la solución? ¿Cómo, en las condiciones socioeconómicas actuales, podemos participar de un mundo más sostenible sin ejercer necesariamente una militancia activa?

El último punto, en referencia a una militancia activa, me parece central a la hora de problematizar esto. Queda en evidencia que quien ejerce alguna acción directa, como autocultivar o trabajar en una granja orgánica, está aportando a la construcción de una realidad más sustentable y amigable con el medio ambiente y la humanidad. Sin embargo, es comprensible que no todas las personas deseen dedicar su tiempo personal o productivo a trabajar la tierra. En este grupo me incluyo y, de alguna forma, he experimentado cierta culpa por no desear dedicar mi vida directamente a esto; ¿es que acaso no quiero que la realidad cambie? ¿No me importa la ecología? ¿Prefiero perseguir mis intereses “egoístas en vez de cooperar para un mundo mejor? Y, si bien entiendo que estos cuestionamientos no son del todo consistentes, han sido los disparadores para reflexionar sobre éstos límites. Mi conclusión, un poco berreta, es que no puedo cargar a mi cuerpo y mente de la culpa generacional por la sustentabilidad. En este tema voy con cuidado, no estoy insinuando que hay que despreocuparse ni dejar las cosas libradas al azar, porque cuando eso pasa, no hay cambio real. Pero sí apostar a la salud mental y a hacer lo que está dentro de las posibilidades, en el contexto que se está y nunca dejar de pensar críticamente. El pensamiento crítico es una de las claves para la construcción de una narrativa del mundo en donde haya lugar para repensar los roles de todo lo que nos rodea; los alimentos, el mercado, los vínculos, etc. Curiosamente, he encontrado este tipo de pensamiento, lejos de lo que es pensar: lo encontré en la tierra, al lado de las plantas, con las manos sucias y el frío en la cara.

Volviendo a la rutina, el trabajo esta semana fue más duro. Nuestra primer tarea de la semana fue desplantar y replantar 100 rhubarbs (en español, ruibarbo), una verdura de raíz gruesa y pesada que jamás había oído nombrar, pero que evidentemente se usa para hacer un delicioso crumble. Luego, para no perder la costumbre, pasamos a mover y reubicar woodchip. Y por último, trabajamos en el mantenimiento de un compost abierto: en este tipo de compostaje, la técnica utilizada es alternar capas de nitrógeno (esencial para la construcción de proteínas y el crecimiento de los microorganismos, pueden ser restos de comida, plantas verdes o estiércol) y de carbono (principal fuente de energía para los microorganismos descomponedores que pueden ser hojas secas, ramitas, paja, papel o cartón), de esta forma los residuos se descomponen y se convierten en un material más rico en nutrientes que luego es utilizado para enriquecer el suelo.

Dentro de lo más liviano, continuamos cosechando vegetales como puerros, hojas verdes y kales. Mención especial al cosechado de puerros, un arte en sí mismo y admito que una de las tareas que más disfruté. Para hacerlo, hay que buscar el vegetal, agarrarlo con fuerza y tirarlo hasta que salga con la raíz. Una vez fuera, con un cuchillo cortar suavemente las raíces, dejando una base. Por último, lo damos vuelta con las hojas verdes apuntando al suelo y con el mismo cuchillo, añadiendo más velocidad y movimientos ninjas, cortamos las hojas logrando la bella forma de chevron característica del puerro. Repetir la acción cien veces más o hasta recolectar 40kg. Me voy a contener de escribir un post entero sobre esto. Estando ahí, arrancando puerros sistemáticamente, bajo el tenue sol del otoño escocés, rodeadas de otros vegetales, montañas y el sonido de los animales, entendí brevemente lo que era vivir.  

Semana 3: Simpleza

A medida que nos íbamos acercando más al invierno, las tareas se fueron diversificando y reduciendo a preparar la granja para la llegada de las temperaturas gélidas. Entre ellas, comenzamos a cubrir las camas con plásticos y paja para protegerlas de los animales y el clima, a cortar arcos de alambre para cubrir con tela otras plantaciones y a cosechar las últimas tandas de la temporada (tomates, rábano y hojas verdes asiáticas). Además, continuamos con la cosecha de puerros, kale e incluimos cebollas de verdeo, ayudamos con el embolsado de las cajas para envíos y para la tienda, seguimos trabajando en el compost y plantamos lechuga. 

Por otro lado, esta semana nos tocó hacer algo ligeramente ajeno al trabajo propiamente dicho de granja: hicimos una zanja para pasar un cable en el Bothy. Trabajo duro pero fue una buena forma de entrar en calor, detalle no menor ya que me pasé muchos días luchando psicológicamente con mis pies y manos completamente heladas. Muchas veces mi primer comentario a Frank, el manager, por la mañana era: “Please, give me the hard work” (“Por favor, dame el trabajo duro”). Ahora me atrevo a aseverar que la pala más que una herramienta de trabajo es una máquina de generar calor. 

Para ese entonces ya había atravesado la novedad y el aburrimiento, me había acostumbrado mentalmente al clima y a vivir en una cabaña sin baño ni calefacción, el tiempo comenzó a acelerarse de verdad y la semana comenzó a saber a la vida adulta misma. El dolor corporal, el cansancio y las responsabilidades empezaron a tomar protagonismo a medida que nuestra rutina se iba construyendo. He aquí algo interesante de viajar, tanto el cuerpo como la mente se tienen que amoldar a situaciones, horarios y entornos completamente diferentes. Mientras eso sucedía, en un principio, mis días eran lentos y tranquilos, meditativos y de descanso. En parte es la vía fácil hacia la paz: el desencuentro con unx mismx en la novedad se puede transformar fácilmente en un descanso del propio ser y un espacio propicio para desacelerar y reflexionar. El desafío aparece cuando intentamos mantener esa actitud exploratoria e introspectiva a largo plazo y la propia piel.   

Aún así, eso no fue motivo para que no sucedieran cosas emocionantes. Si bien durante los días laborales no salimos del predio de la granja, el martes tuvimos una despedida de un miembro del staff con fogata y estrellitas (sí, de las que estás pensando) en el túnel del café y el miércoles volvimos al Cèilidh a tirar unos pasos y sudar con señoras. Pero eso no fue ni por lejos lo mejor. 

Un mediodía, prontos a terminar el día, estábamos estirando unas telas sobre unas camas cubiertas con plástico. De repente vi que algo bajo el plástico se movía, era un bulto grande y rápido, el cual Nach catalogó rápidamente como el gato aunque a mí me resultó sospechoso. Lo dejamos ahí olvidado hasta que apareció Frank y le comenté que había algo bajo el plástico, el con cara burlona me dijo que era obviamente una rata y a mí, una vez más, me pareció sospechoso. Como el tamaño no era consistente con las sospechas, le mostré donde estaba y rápidamente propuso que averigüemos lo que había debajo. Entre los tres comenzamos a abrir y mover el plástico, pero la escurridiza criatura no se dejaba ver y se movía velozmente antes de que pudiéramos exponerla. Eventualmente, entre los tres la acorralamos sobre el borde del plástico y no le quedó otra que huir a toda velocidad hacia los pastizales lejos de los depredadores que la estaban persiguiendo. 

Antes de ver qué era me imaginé un zorro, una rata extraña o alguna especie de lagarto gigante. Más o menos una idea tuve, pero estaba lejos de saber que nos íbamos a encontrar con badger (en español, tejón), un animalito símil nutria o comadreja que puede parecer tierno pero en verdad es uno de los depredadores más grandes de Reino Unido y, a pesar de no atacar humanos por placer, pueden ser muy agresivos si se sienten amenazados. Lo hermoso de esta historia es el recordatorio de que la belleza radica en esos momentos en que experimentamos un asombro inocente por el mundo tal cual es y nos dejamos atravesar por su simpleza. 

Continuando con el tema de la simpleza, la comida fue otro aspecto que me dio mucho para pensar. Para empezar, en nuestra estadía teníamos incluido el desayuno, que se basaba en pan de trigo orgánico con mantequilla de maní o manteca; el almuerzo, generalmente una sopa y más pan y untables a disposición; y para el resto del día podíamos acceder un estante de vegetales, frutas y algunos productos que estaban defectuosos para la venta. Desde que llegamos, me conecté con la filosofía de “lo que hay”. Me entregué completamente a la experiencia de comer lo que haya sin pensar mucho en valores nutricionales, variedad o ingredientes. Simplemente, comí lo que había. En parte fue fácil por dos motivos: primero, porque todo lo que nos daban era principalmente orgánico y no procesado, lo que me descargaba de un poco de culpa por la alimentación saludable. En segundo lugar, por el gasto calórico, el trabajar con el cuerpo todo el día hace que la digestión y la cantidad de alimento ingerida tenga que incrementar y para eso, indefectiblemente, hay que sencillamente, comer. Asimismo, el motivo más importante no tuvo que ver con nada de eso, porque la realidad es que podría haber comprado y controlado mucho más mi dieta, pero no lo hice. La sensación de que llegue la hora de la cena y sea sinónimo de acercarse al rincón de verduras a ver qué hay y qué podemos hacer, era liberadora. Se aleja completamente de la lógica del control minucioso y obsesivo del cuerpo y permite crear en base a lo que se tiene en el momento, te enseña a apreciar lo que hay. La emoción de encontrar un kiwi en el cajón es como cuando pasan tu canción favorita en la radio, podés escucharla desde Spotify pero no sabe igual que cuando aparece inesperadamente como obra del destino. 

Semana 4: Rutina

A medida que el frío se intensificaba, se iban asomando síntomas gripales de cuerpo en cuerpo. Para este entonces, varias personas experimentaban mocos, dolor de cabeza, sinusitis y malestar general. Aunque no fue ese mi caso, el dolor se hacía presente en forma de susurros en mi cuerpo. Las semanas anteriores había experimentado incomodidades físicas pero nada que me hiciera recapitular el estar ahí. La realidad es que no estaba acostumbrada a usar de forma tan prolongada mis músculos y comenzaba a sentirme harta de hacerlo. La dualidad se apoderó de mí más que nunca: ¿cómo iba a conciliar tener un trabajo que se equilibre entre lo físico y lo mental sin agotar una o la otra? ¿Qué clase de trabajo es ese? 

Otro sentimiento que me visitó de imprevisto y de forma un poco desubicada fue la nostalgia. El saber que mi tiempo allí llegaba a su fin activó mi psiquis a recapitular lo vivido y su impacto en mi vida. Entre varias cosas, me di cuenta que disfruté (y disfruto) mucho estar en movimiento, en contacto con la tierra y el aire fresco y, no asombrosamente, el pasar mi jornada laboral lejos de las pantallas. Noté como mi atención se hacía presente cada día más y, eso que consideré aburrimiento en algún momento, no era más que estar en aquél momento y lugar sin juzgar. La realidad transcurre al mismo tempo que la naturaleza, nada se apura, todo da la sensación de ser estático, aún así todo está en movimiento, todo está vivo. Las plantas crecen a todo momento, la marea sube y baja constantemente, el sol sale todos los días. De alguna forma, que no tengo intenciones de examinar en estas palabras, nos desconectamos de todo eso pensando que a través de la información incesante del mundo virtual podríamos poner en jaque ese ritmo natural intrínseco. No tengo certezas ni pruebas de que esto es así, pero desafiaría a cualquier persona a que deje el teléfono por un rato y ponga sus manos en la tierra y luego me diga que no se sintió, al menos, un poco mejor. 

Además de las reflexiones que surgieron en mi cabeza, mi cuerpo siguió trabajando y más que nunca. El horario de invierno, implicó menos personal disponible y por ende, más responsabilidades para nosotros. Continuamos cosechando puerros, cebollas y kale, empaquetando hojas verdes, plantando nuevas variedades de lechugas y preparando camas para futuras plantaciones, moviendo woodchip, caminando el plástico de los túneles, entre otras actividades. Los días se tornaron más activos, saltábamos de tarea en tarea mientras batallábamos contra las gélidas temperaturas y, contra todo pronóstico, el tiempo comenzó a suceder más rápido.

Igualmente, no todo fue trabajo, también hubo diversión. Está semana tuvimos varias noches de cenas nacionales, guiso de lentejas veggie como representate de la gastronomía argentina y rösti como la cara de la suiza alemana, preparada por nuestra colega WWOOFer quien fue una agradable y alegre compañía durante las jornadas y por las tardes. Esa misma semana, también la despedimos, en una reunión que incluyó muchos platos asiáticos, brownies de porotos y una extensa partida de Catán. 

Al final de la semana tuvimos el placer de visitar la casa de la mamá de una de nuestras compañeras granjeras. Nos invitó a su hogar a tomar café, comer (más) brownies y, lo más genial, a conocer su taller de marionetas. La señora en cuestión, quien se dedicaba a la fabricación artesanal de violines, resulta ser una maga de la creación de personajes en madera con personalidades únicas. Cada una de esas caras daban para contar más de una historia y pronto iban a tomar carácter en la obra que estaba preparando. Pasamos una velada hermosa viendo como cada marioneta se movía de forma única y hablando de temas tan variados que cualquier algoritmo nos tendría miedo. 

Semana 5: Final  

Empezó con sensación térmica de -3ºC y llegó a -6ºC. Nos tocó trabajar solo tres días hasta nuestra partida en los cuales seguimos con las mismas tareas de siempre pero esta vez con un sabor distinto. El pan con mantequilla de maní de la mañana estaba más rico de lo habitual, las conversaciones se hicieron más interesantes y el cariño por la gente (y Sylvain) ya era un hecho. Ni el frío helado de la cama por las noches achica la experiencia de haber vivido un mes en esa hermosa comunidad que comparte un propósito y una filosofía tanto en lo que dicen como en lo que hacen: hacer del mundo un lugar mejor. 

El día de nuestra partida nos llevaron hasta la estación de tren más cercana y, en ese momento, se dio por concluida esa aventura. Mientras iba en el tren, mirando el sol en el horizonte, no pensaba en nada en particular, simplemente me regocijaba con la belleza del paisaje sabiendo que algún día iba a volver. 

Después de después del código

Contrariamente a lo que pensé que sería, no extraño el código. Pensé que el estar alejada de ese mundo cibernético durante un tiempo considerable me iba a generar algo de nostalgia y, lejos de eso, me siento liberada. No me arrepiento de haber dedicado tantos años a la programación y no descarto volver a hacerlo, así como tampoco me dejó de gustar hacerlo. Solo que, ahora, no lo veo como el único camino posible. Al salir de mi zona de confort, cambié el algoritmo de mi mente y me adentré en mundos de posibilidades que jamás pensé que podrían ser parte de mi programa. Trabajar en la naturaleza me dio eso, me recordó que no soy una máquina.